La iconografía del rock argentino está plagada de imágenes que poblaron el inconsciente colectivo, pero algunas han calado más que otras. Imposible no reconocer la estética de Rocambole –el hombre detrás de las tapas de los discos de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota–, o no distinguir la tipografía desprolija de La Renga en la que no hace falta explicar nada. O rastrear cierta etapa de la vida al ver ese logo de Los Piojos, el famoso “piojito”, que aún continúa en remeras, paredes, mochilas y tatuajes.
Forma parte de un momento de la música de nuestro país y regresar sobre sus pasos, reconstruir la historia, a veces es una manera de ordenar acontecimientos, de mostrar las ganas que había de hacer y plasmar una filosofía de vida, que, heredada de los años 80 y masticada en los 90 por los colmillos de la industria, se llamó “cultura rock”.
Silvio Squillari, dibujante, pintor y escultor autodidacta, es el responsable del diseño del logo de Los Piojos. A 37 años de su creación, decidió escribir un libro, El piojo no se mancha, para contar sus vivencias con la banda nacida en El Palomar y narrar desde adentro este camino que lo llevó a convertirse en artista.
“La intención de escribir un libro no la tuve nunca, pero un amigo, a quien le di la oportunidad de hacer el prólogo, cada vez que nos juntábamos en un asado o en una partida de truco, me decía que tenía que hacerlo. Me pedía historias: ‘contame tal cosa, que pasó en tal show, o por qué este tema tiene esta historia’…me volvía loco. La posibilidad se presentó en la pandemia, tenía tiempo ocioso, estaba quieto, y como soy bastante activo, empecé a delinearlo y salió”, dice Squillari, sentado en una de las mesas de Lucille, un espacio de arte y cultura, donde el libro tuvo su presentación oficial.
“Ese día, la fila de gente daba vuelta la esquina, vinieron casi 400 personas”, recuerda el interés que despertó la edición.
Su presencia en Los Piojos es anterior a que se forme la banda. Es amigo de Miguel Ángel Rodríguez (Micky) desde la niñez y a su lado compartió varias experiencias de vida. De hecho, ahora lo acompaña en su proyecto Ritual 87 y coopera en la escenografía. “Con Micky soy amigo desde que tengo un año, es mucho tiempo, prácticamente tenemos una hermandad. Como digo siempre: somos hermanos de ‘no sangre’, nos llevamos muy bien. Después, con el resto, a medida que se fueron sumando e incorporándose hasta lo que fue la formación de la banda (Los Piojos), se dio el ensamble de lo que encontramos”, dice Squillari, quien antes de ser su diseñador, pasó por el puesto de manager.
“Fui su primer manager –recuerda–, el amigo que aportaba y quería hacer algo. Como no tocaba ningún instrumento, salvo los lápices, empecé con eso. De alguna manera arranqué aportando lo que sabía hacer que era pintar y dibujar, llegué con eso”, cuenta sobre aquella experiencia inicial, que nació en 1987 con un dibujo en forma de boceto que terminó como fondo de escenario en el primer show que hicieron en un bar en San Martín.
Ese piojo se volvió mito al ser grafiteado en una pared de Ciudad Jardín en las calles Wernicke y Margaritas. Ocurrió una tarde en la que su propio creador, subido a los hombros de Pablo Guerra –guitarrista de la banda en ese momento, antes de mudarse a Los Caballeros de la Quema–, en una travesura adolescente, logró pintarlo. La intervención estuvo hasta hace muy poco. Se hicieron gestiones municipales y también de parte de los ex integrantes, para que esa obra se conserve como patrimonio cultural, pero el consorcio hizo oídos sordos y decidió deshacerse de un registro histórico con pintura gris.
El logo desde su creación tuvo varias mutaciones y al principio su presencia fue más bien anónima. En el disco debut, Chactuchac (1992), se lo ve sentado en un banco, medio fóbico, tapándose la cara con sus manos. Recién en Ay Ay Ay (1994), segundo trabajo de estudio de la banda, es que se da a conocer y aparece en ese fondo rojo, con cuerpo y una espada, para luchar contra los monstruos que intentan comérselo. “Es una tapa de una artista plástica que se llama Isol (la reconocida ilustradora y cantante). Ahí ponemos el piojo al que le hago un cuerpo, pero la gente tomó la cara, que ya la venía viendo en los afiches, y después de la presentación de Ay Ay Ay, el primer y segundo show, empezamos a ver remeras pintadas y dijimos es por acá”, revela Squillari y muestra una botella de gin de autor con una etiqueta en la que está el piojo. “Mira esto”, dice y la gira para que se vea el detalle de que también se trasluce por dentro.
En aquel momento de explosión de la banda, principios de los años 90, la escenografía y lo visual no tenía demasiada injerencia en los shows, excepto Los Redondos, que fueron la punta de lanza para la gestación de otra impronta.
Squillari rastrea esta idea en sus trabajos y deja entrever la influencia impartida por el Indio y Skay, y sobre todo por Rocambole. “Me marcó enormemente, como artista, ilustrador, dibujante e historietista. Para mí fue una suerte de patrón por dos cosas. Primero por lo musical porque Los Redondos fue una de las primeras bandas que me engancharon con lo que tenía que ver el rock verdadero, y después porque empecé a estudiar arte desde muy chico y uno de los artistas argentinos que me marcó mucho con el tema de la pintura fue Antonio Berni –describe–. Cuando veo la tapa de Oktubre [el mítico álbum de Patricio Rey…] una combinación de la Revolución rusa de 1917 y ese arte del despertar de Berni, dije es por acá”.
–¿Qué sensación tuviste al ver el primer tatuaje del logo que creaste?
–Es increíble que esa gente haya tomado algo que yo tuve en la cabeza y les haya surgido eso, me pareció impactante. Después empezó el crecimiento, los trapos, las remeras, más tatuajes. Me pasó lo que creo que les pasa también a los músicos, cuando hacen una canción y se vuelve popular. Lo que es tuyo y lo toma la gente, ya deja de ser de tu propiedad, se vuelve algo natural. Pasa con los temas que corean en la cancha.
–¿Tu aporte artístico en Los Piojos fue desde el comienzo?
–Sí, desde el principio. Participé desde el minuto cero y la ventaja que tuve no fue como artista, porque no era tomado como el diseñador de la banda, era considerado un músico más. A mí me enaltece cada vez que Dani (Buira) dice eso. Tuve la posibilidad de que nunca me digan que no. Cada cosa que presentaba era aceptada y la compartía. Conocía la cabeza de cada uno, sabía cómo pensaba cada uno y todo lo que llegaba era positivo. Con las escenografías, por ejemplo, llegaba y decía ‘tengo esto’ y me decían ‘hacelo’. Siempre digo que a Los Piojos le di la posibilidad de que tengan una identidad gráfica y ellos me regalaron la posibilidad de crecer como artista. Es un intercambio que tuvimos, sin pedirlo. Surgió de manera natural.
–En el libro se lee una historia de amistad y fraternidad…
–Era un vestuario de fútbol. Los Piojos son muy futboleros, mucha música, mucho barrio y, sobre todo, muchos principios y códigos. Nosotros vivíamos como una gran familia y se respetaban muchas cosas en las que después podía haber diferencias por sí o no, blanco o negro, como tiene todo el mundo, pero lo que se lograba a través de esa convivencia era único. Se generó un ensamble maravilloso y el resultado de eso fue lo que lograron, sin duda.
Squillari tuvo un impasse en su trabajo con la banda. El camino que había empezado desde la génesis, siguió hasta 3er. Arco, donde el piojo se volvió a transformar y tomó una expresión más guerrera en la que abrió su boca y dejó ver los dientes con una sonrisa diabólica. Luego vino Azul y el diseño ya fue compartido con Hernán Bermúdez, quien le agregó un hachazo en el ojo izquierdo y quedó al frente de los restantes logos, hasta Civilización, donde regresó su creador original con un piojo de estilo más oriental y revolucionario.
El último show de Los Piojos fue en 2009 en el estadio de River ante 65 mil personas, llegó la disolución y la especulación de las polémicas que llevaron a ese final.
“Se habló de todo, pero lo que se habló, cierto o no, son internas y como digo: ‘los trapos sucios se lavan en casa’. Creo que Los Piojos era una gran familia y a la italiana, con esa cosa de verte todos los días, el laburo, el encuentro, el desgaste que tenés. En algún momento de la vida terminás agotándote, si se separa un matrimonio, no se van a separar cinco que piensan diferente”, dice.
Quince años después la banda vuelve a los escenarios. Ya agotó las siete fechas pactadas en el Estadio Único de La Plata –tiene entre diciembre y enero–, en el marco de una fuerte polémica que desató la ausencia de Micky para este regreso. El bajista, a través de un comunicado, dio a conocer las razones: “Hoy tengo una sensación de vacío. Volver a tocar con Los Piojos es algo que soñé y busqué hace varios años. Perder esos sueños me deja una sensación de desamparo, como si una parte mía hubiera quedado atrás”, y se generó la consigna que abrió la grieta, “¡Sin Micky no hay Los Piojos!”.
–¿Cómo analizás este regreso?
–Festejo la alegría de la gente, el corazón que tienen que tener Los Piojos que sea por la gente. A mí lo que más me gustaría es que arriba del escenario estén todos y no están todos, yo tampoco estoy, no soy parte del ensamble de la vuelta. No me convocaron, pero no me preocupa. Hoy no sé si tengo la necesidad de estar presente, mi aporte ya lo generé, la gente sabe qué es lo que hice. Me parece que la vuelta esta es para que la gente lo pueda disfrutar, los que lo vieron y tienen ganas de volver a verlos y los que no lo pudieron ver, que puedan disfrutarlos. Repito, me gustaría que arriba del escenario estén los históricos. Lo de Tavo es inevitable, está presente desde otro lugar, pero es irremplazable. Al margen de eso, creo que la vuelta tiene que ver con una cuestión más de valores y de principios y por eso digo que respeto mucho la opinión de Micky. Yo me hablo con todos, no tengo problemas con ninguno, jamás tuve diferencias, somos amigos –reafirma–. Acá se está hablando de un negocio, de algo comercial y tiene que ver con ideales que forman parte de ese negocio. Si Los Piojos vuelven por la gente, tienen que quedarse conformes con eso.
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