Como por un tobogán, la emotividad insuflada con pirotecnia por largos minutos antes del partido se fue deslizando barranca abajo. ¿Quién contagia a quién? ¿Los hinchas a los jugadores o los jugadores a los hinchas? El fútbol no tiene una respuesta siempre igual para esas preguntas hermanadas. Pero al rato de andar el reloj del primer tiempo, River fue dejando claro que eso de escribir una página inolvidable más en su era moderna iba a ser una misión imposible. Al momentum le sentaba mejor aquella frase acuñada por Obdulio Varela: los de afuera son de palo. En el Maracaná, en 1950. En el Monumental, en 2024.
No hubo milagro. Porque sin fútbol no hay épica. Los días que pasaron entre el 0-3 y el pitazo inicial de Wilmar Roldán mostraron un cuadro de situación inequívoco: River se encomendaba a lo simbólico, lo sentimental, incluso lo esotérico, más que al juego, que no había fluido nunca desde que el tótem regresó al banco de suplentes. En él, al final, se aglutinaba la esperanza de una remontada improbable. No porque el disciplinado Atlético Mineiro fuera una reencarnación del jogo bonito; más bien por las indisimulables carencias propias. Y entonces el banderazo, y los fuegos artificiales en el hotel donde dormían los visitantes, y un recibimiento al equipo del que no se tiene registro. Mucha chicha, poca limonada. Mucho ornamento, poca sustancia.
La estatua de Marcelo Gallardo fue testigo de cómo el Gallardo de carne y hueso puede bajar al llano y ser lo que es: un entrenador que también se equivoca. No tanto en esta noche que lo vio abrazar a todos sus jugadores al final en el medio de la cancha, pero sí en el tramo que condujo a su equipo hasta esta oportunidad histórica. Única: desde que la Conmebol instauró la final a un solo partido, la Libertadores jamás se había definido en la Argentina. Y esta será la primera vez, en el estadio que pondrá todo su modernismo al servicio de otros. El Monumental será huésped de un partido que protagonizarán dos extraños porque el dueño de casa se desinfló en las semifinales, quizás porque tampoco antes había alcanzado la estatura de un gran equipo. En Belo Horizonte, el sello repetido del “River de Gallardo” -más pasado que presente- se difuminó en el aire, y ya no hubo retorno. Tantos errores colectivos, tanta endeblez emocional -sí, también, además de fútbol, al equipo argentino le faltó dureza mental en la ida- la pagó con una goleada que sentenció la serie.
Allí, quizás, pueda aflorar una nueva verdad, que ayude a este plantel ahora aturdido a empezar de nuevo, justo cuando la clasificación a la Libertadores 2025 está en riesgo y no hay tiempo para lamentarse: el hombre que concentraba la ilusión es falible, valga repetirlo. No caben excusas: ni que heredó la mayor parte del plantel, ni que se subió al tren cuando ya estaba en movimiento, ni que ni siquiera la fortuna de un gol para abrir el partido lo ayudó en la noche del adiós. Un año antes de volver a su casa, el propio Gallardo le confesaba a un amigo -cuando ni él podía imaginar su pronto regreso- que le generaba intriga era cómo sería vivir desde adentro la atmósfera que se respira en el remozado Monumental, con el público encima de la cancha. Ahora sabe a qué sabe. Y también conoce el amargo sabor de ser eliminado allí mismo.
River tiró 70 centros; no es simbólico, es un dato real. Eso ayuda a ver las costuras abiertas de un equipo que no tiene un patrón definido de juego, ni sociedades en ataque que rompan un cero gigante: anotó un gol -y de penal- en sus últimos seis partidos. No tiene un mediocampo estable ni confiable, carece de una voz de mando en ese sector vital y los apellidos en gestación ofensiva se suceden pero no se instalan: sólo en esta serie jugaron Nacho Fernández, Lanzini, Meza, Echeverri, Mastantuono y Pity Martínez, una búsqueda desesperada -e infructuosa- de soluciones. Y ni hablar del 9: si el equipo cayó por un tobogán, Borja se lanzó en picada en los últimos dos meses hasta terminar reemplazado en el partido más importante del año.
River empezó la Copa con Demichelis y la terminó con Gallardo; en el medio, la dirigencia echó al primero y le brindó un homenaje como si se estuviera yendo solo, con una maniobra que nadie creyó y un timming tardío. Amparado en el falso slogan de que River no echa técnicos -cómo hacerlo, si el anterior a Demichelis había sido el ciclo más brillante de su historia-, el club ya había dejado pasar la posibilidad de que quien lo reemplazara dispusiera de una pretemporada entera para afrontar la parte decisiva del año. Y encadenaron dos mercados de pases en uno, derrochando millones de dólares y destratando futbolistas: Franco Carboni y Peña Biafore llegaron y se fueron en menos de un mes, solo por citar los dos ejemplos más burdos. A la Comisión Directiva que encabeza Jorge Brito le caben las mayores responsabilidades de este sopapo sonoro, cómo no. Son ellos, al cabo, los que toman las decisiones que marcan el camino que hay que transitar.
El mismo sendero que se cortó abruptamente antes de llegar a la estación final de la bendita Libertadores. La paradoja indica que la coronación será aquí mismo, donde ahora el humo de las bengalas se corrió y todo puede verse más claro.
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