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Con sus 3600 tubos, unos de madera y otros de metal, el órgano del Colegio Nacional de Buenos Aires es un verdadero gigante sonoro. Está instalado en un espacio que, aunque pequeño y lejos de estar diseñado para una buena acústica, cumple sorprendentemente bien su propósito. Este instrumento -cercano al siglo de historia- llegó al colegio en 1928 gracias a una donación de Nicolás Avellaneda, profesor de esa casa de estudios e hijo del expresidente homónimo. Desde entonces, se convirtió en un símbolo de la institución, un legado que exige cuidado y dedicación para preservarlo.
Está ubicado en el Salón de Actos, al lado de la icónica biblioteca, y es difícil no notar su presencia. Arriba, a la izquierda, la hilera de tubos metálicos que, ordenados por altura, decoran el arco sobre la puerta de ingreso a la sala de banderas, dominan la escena.
Su elegante fachada es solo una pequeña parte del instrumento, un mínimo porcentaje visible. Para ver el resto hay que subir un piso y acceder a través de la sala de geografía. “Es un desafío mantenerlo; son muchas piezas, y muchas vienen del exterior”, explica Leonardo Petroni, organista del Colegio Nacional de Buenos Aires. Petroni concursó para este rol y lo ejerce desde hace 12 años. Su trabajo es amplio. Da clases a los alumnos, pero también realiza las gestiones correspondientes por la manutención del instrumento. Hoy, en diálogo con LA NACION, revive esa historia y profundiza su relato.
-Leonardo, ¿cuáles son los orígenes del órgano?
-El órgano llegó al Colegio Nacional en 1928 gracias a una generosa donación de 30 mil pesos, del profesor Nicolás Avellaneda, el hijo del expresidente homónimo. Inspirados por las universidades europeas, las autoridades del colegio soñaban con adquirir un instrumento que estuviera a la altura del nuevo edificio. El encargo fue realizado a la fábrica alemana Laukhuff, que diseñó y construyó el órgano especialmente para el Salón de Actos. Tras ser probado en Alemania, fue embalado y enviado en barco a Argentina. En 1929, el órgano llegó al país y su instalación estuvo a cargo de especialistas locales, bajo la supervisión del profesor José Medina.
-¿Cuándo estuvo operativo por primera vez?
-La inauguración oficial del órgano se celebró el 5 de julio de 1930, en un acto que contó con la participación de autoridades del colegio, figuras académicas y músicos destacados. Estuvieron el Rector de la Universidad de Buenos Aires, Enrique Butty; el Rector del Colegio, Juan Nielsen; el donante del órgano, Nicolás Avellaneda y demás profesores y autoridades de la casa. En el acto se pronunciaron largas disertaciones acerca de temas musicales. Páginas y páginas de discursos. Y luego los organistas Luis Ochoa y José Medina interpretaron algunas piezas musicales.
-Desde entonces hasta hoy, ¿cuántos organistas hubo?
–Bueno, el primer organista fue Medina. Después de él vino un maestro que se llamaba Ermete Forti, italiano, un músico profesional que trabajaba en el Colón. Después se designó a un organista belga, Julio Perceval. Luego a Héctor Zeoli, que ya era argentino y estuvo muchos años acá y fue el organista que hoy muchos recuerdan. Cuando falleció, lo reemplazó su esposa, Adelma Gómez, que falleció en 2011. Ahí fue que entré yo.
Durante los años siguientes, el instrumento fue utilizado regularmente y sometido a mantenimiento anual, aunque con el tiempo comenzaron a surgir problemas, como la insuficiencia de aire y fallas en el sistema de transmisión. “El órgano original tenía un sistema de funcionamiento que se llamaba ‘neumático’. Una tecnología propia de esa época”, comenta Petroni.
-¿En qué consistía?
-La consola y los tubos estaban conectados por medio de conductos de aire. Acá, hoy, usamos el aire para que el órgano suene, pero no para que las piezas se muevan. Tenía cientos de conductos de aire chiquititos. Y ese sistema, para la década del 40, ya empezaba a generar problemas y era difícil -y caro- repararlo. Para la década del 60, ya casi no se podía tocar. Era más barato comprar un órgano nuevo. Entonces a finales de los 70, se decidió hacer lo que se llama “electrificar”. Y así funciona hoy: cada tecla está electrónicamente conectada con los tubos del órgano.
La consola, situada junto al estrado del auditorio, es la estrucutra que contiene los comandos a través de los que el organista controla esta compleja maquinaria. Este mueble contiene cuatro teclados manuales (tres originales y uno añadido posteriormente), una pedalera de 30 notas para los pies y una serie de botones que permiten activar y desactivar los tubos según las necesidades de cada pieza musical: “Por eso el órgano es un instrumento que se puede tocar tanto con las manos como con los pies. De hecho, una de las cosas que más se estudian es el tema de la coordinación”, dice Petroni.
-¿El órgano es parte del programa de música en el colegio?
-Mirá, el órgano siempre se usó para actos y conciertos. Hubo una época en la que estos conciertos eran muy famosos. Incluso se transmitían por radio. Y después quedó, bueno, se usó solo en los actos. Cuando yo entré, en el año 2012, me dijeron que querían implementar clases. Desde entonces en el colegio hay un departamento que tiene talleres de un montón de cosas, muy variadas, entre las cuales se dictan clases de órgano. Todos los años tengo 6, 7, 10 alumnos que vienen a aprender, y lo usamos para eso.
La ciudad cuenta con una gran cantidad de órganos (alrededor de 100, según Petroni). “Solo unos pocos están en condiciones operativas, y de esos, apenas algunos son aptos para ofrecer conciertos en plenitud, cumpliendo con las exigencias técnicas y sonoras que un instrumento de este tipo requiere”, dice.
Un ejemplo simbólico es el caso del órgano del Colón: en su momento albergó un órgano de tubos, similar al del Colegio Nacional, pero fue desmantelado y algunas de sus piezas terminaron integrándose al instrumento actual del colegio. Hoy, en su lugar, se instaló un órgano electrónico, una consola sin tubos que, aunque funcional, no iguala la riqueza y complejidad sonora de un órgano de tubos tradicional.
Dentro de este contexto, destacan algunos instrumentos que aún mantienen su esplendor. El órgano del Palacio Libertad, por ejemplo, es uno de los más modernos y mejor conservados de la ciudad. Su diseño reciente y su mantenimiento adecuado lo posicionan como una joya única en el país. En comparación, el órgano del Colegio Nacional de Buenos Aires, aunque no está entre los más funcionales, sí ocupa un lugar destacado por su tamaño e historia.
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