Manuel Soriano (Buenos Aires, 1977) es un porteño, un escritor, que reside en Uruguay desde 2005. Es un escritor consagrado: su novela ¿Qué se sabe de Patricia Lukastic? recibió el premio Clarín en 2015; su libro de cuentos Variaciones de Koch (Premio Narradores de la Banda Oriental en 2011); luego están Rugby (2015) y Las chicas doradas (2024), novela esta última que recibió el premio Onetti en 2023. Soriano se lanzó a una aventura diferente dirigiendo y escribiendo con Ángel. Una comedia sobre el cambio de siglo, una serie que pone en circulación obsesiones, alteraciones, juegos y, por supuesto, comedia negra. Protagonizada por Gustavo Suárez, Antonella Costa y Gustavo Garzón, la serie tiene seis capítulos de media hora. Todavía no fue estrenada en Argentina (porque como saben, pocas cosas menos valientes que las adquisiciones de las plataformas locales). Ángel trata de la primera serie producida de manera cooperativa en Uruguay, y se trata como bien dice Soriano de mucho más: “Los primeros guiones los empecé hace como nueve años, por lo qué la génesis de Ángel ya se me hace medio borrosa. En principio era más como una Los Simuladores a la uruguaya. En ese momento tuve la posibilidad de que Damián Szifrón leyera el piloto. Me dijo: ‘Esto tiene vida propia, alejalo de Los Simuladores’. Por suerte le hice caso. La posibilidad de tener a un dramaturgo como protagonista me servía para jugar con ese límite entre la realidad y la ficción. Hoy leí esta cita de Kafka que le sienta muy bien a Ángel: ‘Un escritor que no escribe es un monstruo que invita a la locura’”.
—La serie aborda temas muy sensibles, al menos bajo cierta mirada. Pero se anima a mucho: ¿cómo trabajaste la identidad del programa?
—El guión lo escribí como un experimento, con la misma libertad con la que escribiría un cuento o una novela. Para abordar los temas sensibles que aparecen en los casos (machismo, homofobia, aborto, desaparecidos, pedofilia, religión) tuvimos dos premisas esenciales: la honestidad y el humor. La miniserie explora ciertas lagunas morales de esta época, pero no busca conclusiones sino paradojas y contradicciones. Luego teníamos que ver cómo pasábamos la identidad de ese guión a la pantalla, y para eso fue clave abandonar la cárcel del realismo. El fondo de la serie es tan descarnadamente real que necesitaba formas descarnadamente irreales para equilibrar la balanza. En este sentido, tomé algunas cosas de series como Louie o Atlanta. “Por el camino de la mentira llegaremos a la verdad”, ésta es una cita de Dostoievski que adoptamos como eslógan para Ángel. En Ángel, los protagonistas usan siempre el mismo vestuario como en El Chavo del 8, mostramos un bebé de goma como si fuera real, la casa está en constante penumbra; en estas licencias encontramos algo liberador. La idea era, al mismo tiempo, abaratar costos y darle a la miniserie un aire de extrañamiento que ayudara a ampliar el terreno de juego. “El bebé de goma te hace ver al resto en un plano inclinado”, me dijo uno de los músicos uruguayos que más respeto.
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—¿Qué implicó en la práctica que “Ángel” sea la primera serie producida de forma cooperativa en Uruguay? ¿Cómo se ve eso en el proceso creativo y de rodaje?
—Con los guiones escritos, tuve algunas charlas con productoras grandes y plataformas, pero todos pedían bajarle un cambio al humor negro, hacerla más amigable. Tiene sentido porque si invierten mucha plata van a querer recuperarla, y entonces intentan llegar a la mayor cantidad de público posible. En ese momento decidí ir por un camino que me permitiera conservar el control creativo, aunque eso implicara menos plata y más trabajo. Me asocié a dos productoras cooperativas, Cuenco e Intergalactic, y le empezamos a dar forma a este sistema de producción alternativo. La gente se fue sumando al proyecto porque realmente creía que estaba haciendo algo distinto, desde los técnicos hasta los actores que vinieron de Argentina como Antonella Costa y Gustavo Garzón, todos trabajaron de manera cooperativa.
—Mencionaste en entrevistas que te dijeron que la serie era “impasable en la televisión”. ¿Qué pensás de esa idea conservadora?
—Me parecía raro porque creo que hoy ni siquiera sabemos de qué hablamos cuando hablamos de televisión. Es un momento contradictorio porque en principio parecía que internet iba a democratizar un poco la distribución de series y películas, pero el mercado hizo su pase de magia y ahora es como el final de Scooby-Doo; sacás la máscara y detrás está Disney o Amazon o Netflix. Fijate que incluso Casciari, quien supo armar un esquema de producción independiente con Orsai, terminó distribuyendo sus productos con Disney. Hay mucha gente que se queja de que hoy todo está estandarizado y nadie hace algo diferente. Ayer lo escuché a Fito Páez en una entrevista con De Caro en la que decía justamente eso. Pero quizá estas cosas existen y nosotros ni siquiera nos enteramos, lo que termina siendo una forma muy sutil de censura. Antes ese nicho lo cubría, por ejemplo, I-Sat o los canales públicos. Tampoco hay una especie de MUBI para series (creo). Dicen que los canales de streaming en algún momento van a probar con la ficción, y tiene sentido si es que son la “nueva televisión”, pero todavía es un terreno bastante verde. En fin, esta búsqueda de visibilidad es la clásica contracara de la producción independiente, y si querés libertad creativa hay que ser paciente y bancarse la pelusa. En Uruguay pasamos Ángel en el canal de la ciudad y en algunas salas de cine y tuvimos reseñas maravillosas. Estamos muy orgullosos de lo que hicimos. Ya veremos qué pasa en el plano internacional.
—La decisión de filmar en blanco y negro le da una identidad muy marcada a la serie. ¿Cómo dialoga esa estética con la ciudad de Montevideo y los temas que tratás?
—Siempre la imaginé en blanco y negro, pero no puedo dar un argumento más allá de decir que lo sentía así. Y era una apuesta arriesgada porque todos nos decían que comercialmente el blanco y negro era un grano en el culo. Por suerte a Elisa Barbosa, la directora de fotografía, el desafío le encantó de entrada. A los dos días me mostró unas imágenes de El hombre que nunca estuvo allí de los Coen y me dijo “éste es nuestro faro”. En posproducción hicimos para joder la prueba de ponerla en color y te juro que nos rompía los ojos. Junto con el vestuario y las otras licencias que te contaba, el blanco y negro era un elemento más para fugarnos de la realidad; nos ayudaba a crear una especie de no-tiempo y no-lugar, dentro de la casa y también en las calles de Montevideo. Además, nos tocaron todos días nublados, fríos, opresivos… en el rodaje los sufrimos, pero nos dieron la atmósfera ideal para la estética que estábamos buscando con el blanco y negro.
—En tus crónicas literarias trabajás con la observación cotidiana. ¿Hay algo de esa mirada microscópica en la forma en que construiste a los personajes y los conflictos de “Ángel”?
—Un buen detalle es más punzante que una biografía. En la segunda temporada de The Wire, la guerra entre los polacos se desencadena por el tamaño del vitral que Sobotka dona a la iglesia; el odio ya estaba ahí, pero es el detalle del vitral lo que inicia todo, o al menos así eligen contarlo. La observación del detalle es un vicio hermoso. Cuando estoy con una historia, ya sea crónica o ficción, escrita o audiovisual, tengo esa ventana abierta las 24 horas del día. Si cuando me doy una ducha a la mañana la cabeza no se me va hacia lo que estoy escribiendo, es un signo de que esa historia no vale la pena. A veces te lleva al límite de la sanidad mental, pero esa doble vida es lo más milagroso que tiene la escritura.